LA CENA – Clarice Lispector
El ingresó tarde en el restaurante. Por cierto, hasta entonces se había encargado de
grandes negocios. Podría tener unos sesenta años, era alto, corpulento, de
cabellos blancos, cejas espesas y manos potentes. En un dedo el anillo de su
fuerza. Se recostó amplio y sólido.
Lo perdí de
vista y mientras masticaba observé de nuevo a la mujer delgada, la del
sombrero. Ella sonreía con la boca llena y le brillaban los ojos oscuros.
En el momento en que yo trasladaba el tenedor a la boca,
lo observé. Ahí estaba, con los ojos sellados comiendo pan con vigor,
mecánicamente, los dos puños clausurados sobre la mesa. Continué triturándo y
ojeando. El camarero disponía platos sobre el mantel, pero el viejo mantenía
los ojos sellados. A un gesto más vivo del camarero, él los destapo tan
bruscamente que ese mismo movimiento se comunicó a las grandes manos y un
tenedor se desplomó. El camarero murmuró palabras amables, agachándose para
alcanzarlo; él no contestó. Porque, ahora despierto, sorpresivamente daba
vueltas a la carne de un lado para otro, la analizaba con vehemencia, enseñando
la punta de la lengua -tocaba el bistec con un costado del tenedor, casi
lo olfateaba, desplazando la boca de antemano. Y empezó a perforarlo con un
movimiento inútilmente vigoroso de todo el cuerpo. En breve cargaba un trozo a
cierta altura del rostro y, como si tuviera que tomarlo en el aire, lo recogió en
un impulso de la cabeza. Vi mi plato. Cuando lo detalle de nuevo, él estaba en
plena gloria de la comida, desmenuzando con la boca abierta, trasladando la
lengua por los dientes, con la mirada fija en la luz del techo. Yo iba a perforar
la carne nuevamente, cuando lo vi suspenderse por completo.
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